Al oírla, no salía de mi asombro. Me costaba hacerme a la idea pensando en cómo era. De cualquiera otra lo hubiera creído a pies juntillas, pero ¿de ella? Siempre había sido indiferente, más bien contraria, a las cuestiones religiosas. Aunque, por tradición familiar, era considerada católica, apostólica y romana, nunca había sido una niña piadosa. Ni siquiera consideró su primera comunión como “el día más feliz de su vida”. A pesar de realizar sus estudios primarios y de bachillerato en las jesuitinas, o quizás debido a ello, la religión le traía al pairo y, más adelante, durante su adolescencia, cuando las ideas comenzaron a reordenarse en su cabeza, se declaró abiertamente agnóstica, con gran desconsuelo por parte de su madre, que era tan devota. Aún recuerdo cuando, ante los problemas de visión de ésta, le soltó flemática: Mamá, debes hacer alguna visita al oftalmólogo en lugar de tantas a Santa Lucía, por muy abogada de la vista que sea.
Estaba perpleja con lo escuchado hasta ese momento y debió notar mi asombro porque sonrió continuando su relato: El amor es ciego, ¿sabes? Me tenía abducida. Ahora, en la distancia, dudo si fue amor o una simple atracción física. A pesar de todo, me sentía feliz. Frustrada, pero feliz. Al menos eso creía entonces. Sin embargo, ante sus celos continuados, pienso que enfermizos, poco a poco, fui recuperando la lucidez y dándome cuenta del sometimiento al que me veía forzada. Las discusiones, inicialmente tímidas, comenzaron a prodigarse más y más, aumentando día a día mi atrevimiento y aplomo. Quizá se fue apagando el fulgor del enamoramiento o los ardores de la pasión y ello hizo que brotaran en mí, de nuevo, la autoestima y el amor propio. Todo estalló de súbito. La bofetada me hizo abrir los ojos y me cerró el corazón. Había soportado vejaciones, pero que me pusiera la mano encima, ni hablar. ¡Hasta ahí podía llegar! Me planté y … Allí se ha quedado.
Dirigí la mirada a su ropa y le pregunté qué hacía vestida de esa manera. Acabo de llegar con lo puesto y no me ha dado tiempo de comprar nada, me contestó. Pero ¿ahora eres creyente? Inquirí con curiosidad. ¡Bah! Nunca lo he sido, fue su respuesta. Me convertí al islam, ante su insistencia, por complacerle y no arruinar su carrera. A veces se cometen estupideces sin pensarlo. Este periodo me ha servido para reafirmarme en mi agnosticismo de siempre. Además, me subleva el machismo de las religiones monoteístas. Dios, por no ser humano, debiera carecer de sexo. Sin embargo, lo mismo Yahveh que Alá, Cristo, su Padre y el Espíritu Santo (aún con forma de paloma) lo poseen. Son todos muy masculinos ellos. ¡Tiene huevos! (nunca mejor dicho). Así nos ha ido a nosotras, siempre hemos sido “la mala de la película”. Esta percepción de las mujeres como causantes de todos los males se ha perpetuado lo largo de los siglos. ¡Joder, si hasta la guerra de Troya fue por culpa de una mujer que le puso los cuernos a un vejestorio!
No pude menos que sonreír ante el exabrupto. Mi amiga estaba lanzada. Todo, prosiguió relatando, está basado en la desdichada concepción del sexo como pecado, algo inexistente en la antigüedad. Las religiones patriarcales, cuyos sacerdotes siempre han sido masculinos, han encarnado la tentación, cómo no, en el cuerpo desnudo de las mujeres y jamás en los de los hombres. Nosotras, ya lo ves: brujas, siempre brujas, dispuestas para la hoguera. Como las de Salem o Zugarramurdi. La consagración de la maldad femenina se remonta al día en que, según las tres grandes religiones, la primera mujer de la historia nos arrojó a todos del Paraíso. Tanto el Corán como la Biblia coinciden en ello.
Anunciaron la próxima salida de mi vuelo. El tiempo había transcurrido sin apenas darnos cuenta. Todavía añadió con premura: Cuando escribas esta historia, cosa que estoy segura que harás, en esa revista en la que colaboras, no se te ocurra mencionar ningún nombre. Por favor, hazme caso.
Nos despedimos con un par de besos y la promesa de vernos en una nueva ocasión. Además, nos facilitamos nuestros respectivos teléfonos móviles. Ella marchó a una tienda cercana muy conocida para comprarse una ropa más acorde con su situación actual. Yo me dirigí rauda hacia mi puerta de embarque, un tanto alucinada por lo que acababa de oír. En ningún momento dudé de la veracidad de lo escuchado.
Acomodada en mi asiento, elucubré sobre las historias tan extrañas a las que conduce el amor o la pasión… O, tal vez, la religión.