Desde el momento en que traspasó el umbral de mi casa me gustó por su sobriedad y su sencilla elegancia.
Tenía buen aspecto y las referencias eran inmejorables. Destilaba
empatía. Pronto nos compenetramos. Hicimos buenas migas y pasamos
horas y horas en grata compañía. Cuando albergaba alguna duda
acudía a ella y habitualmente daba respuesta a todos mis
interrogantes.
De un tiempo a esta parte, comenzó a
renquear y sus problemas internos se fueron intensificando. Pasó
unos días en observación sin llegar a saberse qué es lo que le
ocurría. No se acertó en el diagnóstico. Quizás su mal era
congénito. Su edad tampoco hacía prever un final a corto plazo. Sin
embargo, últimamente respondía con lentitud a mis requerimientos y,
en ocasiones, se quedaba parada, como en otro mundo, flaqueando su
memoria cada vez con mayor asiduidad. Hasta que ayer perdió sus
constantes vitales y se apagó definitivamente. Había llegado su
final.
En tan sólo un día, he constatado mi dependencia de ella. No me ha quedado otra opción. Ya he tomado las medidas oportunas para adquirir una nueva computadora.
Felipe Tajafuerte. 2017