Abandonamos Gijón a las nueve de una mañana clara y soleada, con un sentimiento de resignación ante las horas de viaje que nos esperan antes de alcanzar nuestro destino. Circulamos por la Autovía Ruta de La Plata que une Gijón con Sevilla; el autocar es confortable y nuestros asientos, en primera línea, nos permiten disfrutar del paisaje que, tornadizo, va deslizándose ante nuestros ojos. Hacemos nuestra primera parada en Oviedo y, después de recoger algunos viajeros, continuamos la marcha dejando atrás las calles de la capital del Principado y la torre gótico-renacentista de su catedral.
La catedral de Oviedo |
Nueva parada en Mieres que abandonamos sin que nadie suba al autobús. Vamos dejando atrás los valles mineros y los restos sobrevivientes de la reconversión. Por el valle de Lena busco infructuosamente la silueta de Santa Cristina, la iglesia prerrománica visitada hace unos días. La carretera sigue el curso del río Caudal hasta llegar al túnel del Padrún, cuya largura de casi dos kilómetros nos hace pasar de las verdes montañas asturianas a los macizos rocosos leoneses.
El panorama va mutando progresivamente y el sol cae a plomo cuando hacemos la entrada en Benavente atravesando sus concurridas calles hasta la estación de autobuses, donde hacemos una breve parada y proseguimos. A lo largo de estas horas, el intenso verdor asturiano ha dado paso al verde-gris leonés y, más tarde, a los ocres y blanquecinos zamoranos.
Llevo un tiempo amodorrado, la siesta del carnero, imbuido, quizás, por la monotonía del paisaje. Falta poco para las tres de la tarde cuando hacemos nuestra entrada en Zamora, con una pausa de media hora para comer.
El Duero a su paso por Zamora |
Camino de Salamanca mi sopor vuelve a incrementarse y ni se me ocurre utilizar el e-book que tengo a mano. Las siluetas de la catedral y universidad salmantinas resplandecen recortando un horizonte canicular. Tras quince minutos de receso en la capital charra, retomamos el trayecto. Yerro al pensar que nuestra próxima detención tendrá lugar en Plasencia ya que abandonamos la autovía y nos encaminamos a Béjar. Mientras recorremos sus calles trato de recordar los sitios objeto de nuestra estancia de hace un par de años, pero hemos entrado por el lado contrario y me cuesta situarme; no obstante reconozco el Palacio Ducal que tanto llamó mi atención en la anterior visita por sus connotaciones cervantinas y quijotescas.
Nuestro paso por Béjar |
En lugar de volver a la autovía, cuyo elevado viaducto se nos presenta cual arco iris hormigonado, continuamos por una carretera local durante unos pocos kilómetros, atravesando un pequeño puerto y, llegados a Baños de Montemayor, volvemos a detenernos para que desciendan algunos pasajeros. Me sorprende este pueblo balneario, perdido en la serranía de Béjar, por sus numeroso hoteles y restaurantes que, a primera vista, parecen muy concurridos.
Seguimos por esta misma carretera hasta la estación de autobuses de Plasencia, que ahora si pienso será la última antes de finalizar nuestro rumbo. El descanso de cinco minutos lo aprovecho para estirar un poco las piernas porque, como Rambo, no las siento. Retornamos a la autovía, a un panorama que reconozco de inmediato. Se van sucediendo los hitos tantas veces frecuentados: a la izquierda las obras del proyectado AVE Madrid-Lisboa, más adelante el río Tajo, después el Almonte con indicación de los Puentes de Alconétar y, por fin, los llanos de Cáceres con un campiña gualda de hierbas secas, dispuestas para propiciar cualquier incendio al menor descuido.
Seguimos por esta misma carretera hasta la estación de autobuses de Plasencia, que ahora si pienso será la última antes de finalizar nuestro rumbo. El descanso de cinco minutos lo aprovecho para estirar un poco las piernas porque, como Rambo, no las siento. Retornamos a la autovía, a un panorama que reconozco de inmediato. Se van sucediendo los hitos tantas veces frecuentados: a la izquierda las obras del proyectado AVE Madrid-Lisboa, más adelante el río Tajo, después el Almonte con indicación de los Puentes de Alconétar y, por fin, los llanos de Cáceres con un campiña gualda de hierbas secas, dispuestas para propiciar cualquier incendio al menor descuido.
Cáceres al atardecer |
Las ocho menos diez de la tarde marca el reloj de la estación de Cáceres cuando descendemos del autocar. Poco menos de nueve horas ha sido el tiempo invertido en nuestro desplazamiento desde Gijón. El chófer anuncia quince minutos de descanso y el cambio de conductor que finalizará el recorrido hasta Sevilla. Entre tanto, recogemos nuestro equipaje.
La experiencia de este viaje ha hecho que me reafirme en mi preferencia por el tren para este tipo de desplazamientos regulares; el ferrocarril, por muchas paradas que haga, me resulta mucho más cómodo y menos agotador. He echado en falta la amplitud de sus asientos, el poder desplazarme entre los coches, las posibilidad de tomar un café o una cerveza mientras se viaja, la brevedad de sus paradas en las estaciones, en cuyo acceso no se pierden tantos minutos como los que se invierten para llegar a las de los autobuses abandonando las autopistas, autovías o simplemente las carreteras, teniendo que volver después a ellas. Lástima que no siempre sea posible utilizarlo.