Después de nuestra estancia en Fez, emprendemos la continuación de nuestro viaje que, a través del medio Atlas, y tras largas horas de recorrido, nos situará a las mismas puertas del desierto en Erfoud.
A pocos kilómetros de nuestra salida el paisaje comienza a cambiar y aquí se esfuma uno de los tópicos del país: su aridez. Entramos en una zona más montañosa y un denso bosque de cedros y frutales nos abre sus brazos y nos acompaña largo trecho del camino.
El paisaje verde desde el autobús |
Nos cruzamos con un camión en cuya caja numerosas mujeres se dirigen al trabajo. Un alto en la moderna villa de Ifrane, "la pequeña Suiza", nos posiciona en un sitio donde numerosos atletas preparan sus eventos deportivos. Las casas, que tienen el tejado a dos aguas, con gran inclinación, en vez de las habituales terrazas, me recuerdan las urbanizaciones de Candanchú o de la sierra del Guadarrama, y nos dan la certeza de que en invierno nieva copiosamente.Se trata de un espacio de ocio para gente adinerada de Casablanca, en estas fechas sin ningún tipo de vida. Un enorme felino de piedra nos recuerda los famosos leones del Atlas.
Camino del trabajo |
Reemprendemos el camino por un bosque de cedros y encinas y al cabo de una hora nos detenemos para observar los graciosos movimientos de una colonia de babuinos, momento que utilizan los lugareños para tratar de vendernos rosas del desierto y los clásicos fósiles.
Los babuinos del bosque |
De nuevo en ruta, el paisaje va cambiando paulatinamente, estamos en territorio berebere y los cedros se hacen más escasos, más altos y más gruesos. Al descender un pequeño puerto, pasamos cerca de una jaima en una hondonada a la que se acerca un reducido rebaño de ovejas y cabras. El autobús se detiene junto a un pequeño descansillo y descendemos. Empleo esta pausa en hacer unas instantáneas del paisaje, del rebaño y de los cedros.
La mujer berebere se nos acerca |
Como por ensalmo aparecen unos chiquillos corriendo que nos tienden la mano en actitud pedigüeña. Junto a ellos, una mujer berebere, con una criatura en brazos, solicita nuestra ayuda. Doy a los niños unos caramelos que me restan y a la mujer un billete de 50 dirhans. Con un gesto, señalo mi cámara pidiendo su autorización para hacerle unas fotos a lo que accede con naturalidad. Reanudamos la marcha.
El terreno, semi desértico, está ahora cubierto de una suave capa verde, sin ningún tipo de arbolado, que se extiende a lo largo de kilómetros y kilómetros, con las montañas del Atlas en lontananza. Comenzamos a ver cómo son en realidad los pueblos marroquíes, con su casas de adobe, donde no existe más vía asfaltada que la carretera. Más adelante, transitamos por la región de Midelt. Al atravesar la ciudad, una rotonda con una enorme y roja manzana nos indica que estamos en una comarca eminentemente agrícola, famosa por esta fruta y las ciruelas. Llegada la hora de comer nos detenemos en un restaurante junto a la carretera. Bufé libre con abundante fruta de postre.
Las montañas desde el autocar |
Sin apenas descansar, continuamos viaje. Estamos en las estribaciones del alto Atlas y la capa verde se ha esfumado. Las montañas nos rodean, altas, descarnadas y las casas han tomado su mismo color ocre, del barro pajizo de los adobes de los que están construidas muchas de ellas. Los árboles quedaron muy atrás.
Llegamos a Errachidía, toda en rojo por las innumerables enseñas nacionales a ambos lados de la travesía y en todos los edificios. Mucha gente portando banderitas en las calles acordonadas, a la espera de la llegada de Mohamed VI, que visita la ciudad. La travesamos sin ningún contratiempo, a pesar del temor de vernos retenidos por alguna de las numerosas patrullas policiales que invaden la población. A la salida vemos el avión del monarca dirigiéndose al pequeño aeropuerto para aterrizar.
El ocre de los pueblos marroquies |
La tarde avanza con rapidez, insensible a nuestro cansancio. Se suceden los espacios áridos alternando con algún punto verde donde se intuye la presencia de alguna corriente de agua. Llegamos, por fin, a las gargantas del Ziz, con unas montañas rojas contrastando con el verde del inmenso palmeral, más de ochocientas mil palmeras, surcado por las aguas del río del mismo nombre. El autobús hace una parada para que podamos hacer unas fotos del espléndido paisaje, e inmediatamente se nos presentan unos cuantos lugareños ofreciéndonos sus dátiles a la venta.
El gran palmeral |
Proseguimos el viaje siguiendo la carretera que atraviesa este lugar idílico, lleno de vida y, cuando ya se presiente cercana la caída de la tarde, llegamos a Erfoud, final de esta etapa. Rápidamente, sin sacar las maletas del autocar, tomamos posesión de unos 4x4 y nos dirigimos, sin pérdida de tiempo, hacia las dunas de Merzouga.
Dromedarios junto a las dunas |
Cuarenta minutos por una pista asfaltada solamente al comienzo, parcialmente cubierta por la arena, nos sitúa, tras dejar atrás una reata de dromedarios, en uno de los albergues al pie de las dunas.
Vamos tomando posiciones |
Continuamos a pie, algunos se descalzan para pisar la finísima arena a la que los rayos del sol dan una tonalidad anaranjada. Caminamos con dificultad y un berebere se nos acerca para guiarnos y prestarnos ayuda.
El berebere conduce a mi mujer y yo sigo sus huellas |
Gracias a él, mi mujer camina ligera, y yo voy pisando las huellas que van dejando marcadas. Nuestras sombras se proyectan en la pantalla naranja de nuestra izquierda y detrás, en lontananza, se ven las colinas blanquecinas de Argelia. Nos situamos en una solitaria loma cercana, observando como la gente va tomando posiciones.
El naranja puro de las dunas |
El sol acelera su paso deslizándose hacia poniente. Las siluetas de los numerosos observadores se recortan en el crepúsculo cárdeno. Un halo deslumbrante señala el lugar por donde se va ocultando. Las ondas se han tornado del color de la canela. Con la emoción de semejante espectáculo tan impresionante, percibo que el vello se me eriza. Es uno de los momentos más esperados y placenteros de nuestro viaje, algo inolvidable.
Atardecer en las dunas |
Descendemos y yo me retraso sin dar descanso a mi cámara fotográfica. A lo lejos distingo un complejo hotelero en el que unas jaimas completan su oferta para pasar la noche. En esos momentos me acuerdo de Emilio Manuel y su deseo de pernoctar en una de ellas.
El sol ya se ha ocultado |
El berebere nos insta a adquirir alguno de los objetos que lleva en el zurrón. No le compro nada porque ya tenemos lo que nos oferta pero le doy una propina de 50 dirhans. Es noche cerrada cuando llegamos al hotel, cogemos las maletas, cenamos y nos vamos a nuestra habitación, una especie de casa de adobe con unas enormes camas muy confortables. Estamos derrengados tras los casi quinientos kilómetros recorridos en el día de hoy.
Las sombras se extienden sobre las dunas |
Por la mañana comprobamos que el hotel tiene un gran encanto, con una preciosa piscina rodeada de palmeras y rosales. Hay que desayunar contundentemente, porque nos espera otra dura jornada para acercarnos hasta las gargantas de Todra y continuar por la ruta de las mil Kasbahs hasta finalizar en Ouarzazate.
Eres como uno de aquellos viejos viajeros románticos del siglo XIX, a los que aventajas con las maravillosas fotografías. ¡Qué bien cuentas esos traslados, esos paisajes!
ResponderEliminarUn abrazo
Es que la cabra siempre tira al monte. Trato de hacer comprender a otros esos momentos mágicos que siempre hay en los viajes. Abrazos
EliminarAntes me gustaba mucho viajar, pero ahora me contento con ver lo que los viajeros como tu nos dejáis ver. Esos paisajes no los he visto, pero si algo parecido, ya que hice la mili en Sidi Ifni y pude ver parte de sus paisajes, tierras pedregosas, sin una gota de agua, de vez en cuando algún dromedario y algún que otro moro diciendo al vernos "Paisa, mira lo que he encontrado", estaba labrando... bueno, arañando un campo para que cuando lloviera lo pudiera sembrar mientras los ingenieros y zapadores iban en busca de minas. El había sacado todas las minas a la luz y las tenía amontonadas en una esquina del campo, no había explotado ninguna, me lo contaron mis compañeros ya que yo me libré siempre de ir a buscar minas con la excusa de tener un par de detectores de metal que reparar en el taller de radio, donde yo era el dueño y señor.
ResponderEliminarPreciosas fotografías y bonito recorrido lo he seguido con Google maps.
Saludos
Una buena anécdota que guardas sobre las gentes de ese país. Ellos llaman al Sahara la región del conflicto. Un saludo, Emilio
EliminarUno de mis grandes viajes fue a Marruecos, maravilloso.
ResponderEliminarUn abrazo
Sinceramente, Emilio, no ha resultado tan maravilloso como esperaba. Ciertos viajes hay que hacerlos a la edad adecuada, y este es uno de ellos. A mi edad, deseo en ellos las menores aventuras y fatigas, gozando de todas las comodidades de higiene y limpieza y disfrutando de placeres tan sencillos como tomarme tranquilamente una caña, un cubata o un gin-tonic en una terraza. Esto en Marruecos es imposible. Tampoco me agrada ser continuamente acosado por vendedores y pedigüeños por muy amables y exóticos que éstos sean. A pesar de ello ha resultado muy interesante, pero no me han quedado ganas de volver. Abrazos
EliminarSe agradecen los comentarios pero no son imprescindibles. Gracias a ti por tu atención. Besos
ResponderEliminarFelipe, que viajes mas bonitos, aunque no vuelvas la experiencia y aventura ya no hay quien te la quite. Yo, como jubi, viajo contigo en tu blog, así que muchas gracias porque yo sí que me tomo un café mientras veo todas las maravillas en tus fotos. Un abrazo.
ResponderEliminarCon otra edad este viaje hubiera sido mucho más placentero. A la nuestra somos muy comodones y aguantamos poco los inconvenientes de un periplo como éste. Algún día te acompañaré de nuevo en ese café. Besos
EliminarVaya, veo que no te conformas con patearte los lugares más preciosos de nuestra naturaleza sino que te lanzas a otras culturas, aunque por tu respuesta a Emilio veo que no repetirías.
ResponderEliminarUn abrazo Felipe.
Hace cuatro años viaje a Egipto y me resultó más placentero. Quizá confluyeron en ese viaje circunstancias que lo hicieron sumamente agradable, entre ellas la relajación que no ha existido en éste. Sin embargo, en la actualidad es imposible acercarse a ese país por su situación política. Abrazos
EliminarEl paisaje me recuerda un poco a Túnez aunque las dunas no tienen allí color ocre. No he estado en Marruecos pero las personas que conoco coinciden contigo en su descripción.
ResponderEliminarUn abrazo
Las dunas que yo vi, más que ocre tienen el color de canela muy anaranjado y son de una arena finísima. Como ya he dicho anteriormente, creo que este viaje hay que hacerlo con un espíritu más aventurero del que tenemos a nuestra edad. Un fuerte abrazo
EliminarQué buen viaje. Esa excursión vespertina por las dunas parece elegida a propósito cuando el Sol cae y su luz aviva los colores. Qué bonitas fotografías. Un abrazo.
ResponderEliminarEl atardecer en las dunas es, sin lugar a dudas, una de las cosas más atractivas e impactantes del viaje. Abrazos
EliminarMe parece que el viaje que has hecho no es uno de los clásico que se hace a Marruecos no ?
ResponderEliminarY lo de la caña fresquita no me lo recuerdes como las añoré en nuestro viaje a Estambul .
Pienso como tu, se me pasó la edad de las aventuras.
Un abrazo
Pues no sé qué decirte, Chelo, yo creo que era un viaje normal recorriendo las ciudades imperiales, el Atlas y la ruta de las casbahs. Los hoteles eran de 4 y 5 estrellas pero excepto el de Casablanca el resto dejaban bastante que desear en cuanto a limpieza y mantenimiento, aunque eran muy bonitos. Abrazos
EliminarMuy interesante y emotivo.
ResponderEliminarsaludos
Es lo que más cuadra a este viaje: interesante. Un abrazo
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