martes, 30 de agosto de 2011

Mañana de verano en Moncayo



Hacía varios días que se lo había prometido:


- Un día, tú, Nerea y los yayos subiremos al Moncayo
- Vale. Subiremos... y bajaremos... y subiremos otra vez.


Me lo dice, en su inocencia, como si de una escalera se tratase.


Llegó el día que creímos oportuno y un poquito tarde, con los niños siempre surgen inconvenientes, salimos hacia la sierra cercana. Nosotros en nuestro coche con las niñas, bien sujetas en sus respectivas silletas. Detrás el pequeñin con sus padres en el suyo. Previamente había quedado con mi hijo en que trataríamos de llegar a un lugar con algo de altura, aprovechando que la mañana estaba espléndida.


Al principio la mayor, Leyre, se entretiene contando los coches amarillos que nos cruzábamos.

- Mira yayo, un autobús amarillo. ¡Qué grande!


Nosotros le nombramos los pueblos que pasamos:


- Mira, este se llama Cascante. Este otro Tulebras. Ahora Monteagudo.


Leyre, con sus tres años no se entera gran cosa de lo que le decimos, pero está entretenida. Nerea, con el chupete en la boca, no dice nada.


- Yayo, ¿cuando llegamos?. Acabábamos de pasar Tarazona.
- Yayo, me canso. Justamente dejamos atrás Santa Cruz de Moncayo.


Me temo, le dije a mi mujer, que tendremos de finalizar al llegar al centro de interpretación. Seguimos ascendiendo por la carretera que nos lleva directamente hacia el monte.

Como hace ya un tiempo que no se le oye, mi mujer se gira y comprueba que están como dos marmotas. Se han quedado fritas.

Legamos al centro de interpretación y seguimos adelante. De vez en cuando miro por el espejo retrovisor. Mi hijo nos sigue a cierta distancia. La vegetación es propia ya de la sierra.

El arroyo

La Fuente del  tejo. Como siguen dormidas continúo. La pista juega en claroscuro. La curvas se suceden una tras otra en la pendiente. Por fín llegamos a un lugar conocido que me parece muy adecuado: la Fuente del sacristán.

Hay aparcamientos, una fuente, sombra abundante, unos pequeños arroyos y un refugio de montaña. Aparco el coche y junto al mío lo hace mi hijo. Las niñas ya se han despertado. Leyre, la mayor, con una sonrisa de oreja a oreja mira extasiada a su alrrededor. 

- ¡Cuantos árboles!... ¡Qué grandes!... y flores amarillas... (el amarillo le priva).


Yo cojo a la mayor de la mano, Nerea va con mi mujer y del pequeño Javi se encargan sus padres. Dejando la carretera, bajamos a un claro del bosque. Tenemos que tener cuidado con las sobresalientes, nervudas raíces de los árboles. Hayas y pinos ocultan el sol. El agua de los arroyos serpentea entre los riscos serenándose en pozas y remansos.  Leyre y yo nos metemos en el riachuelo. El agua que escasamente nos cubre los pies está helada. Caminamos con cuidado por entre las piedras del lecho. Cuando salimos es un alivio y recuperamos las extremidades inferiores. Mi nieta quiere volver a chapotear en el agua de nuevo.

Otro arroyo

Entramos y salimos repetidamente, después, arrastrándome de la mano, me lleva hasta el refugio. Está oscuro como boca de lobo pero no tiene miedo. Está limpio y cuando nuestros ojos se acostumbran a la oscuridad vemos al fondo el hogar para el fuego y a los costados una bancada. 

El refugio

La cumbre pelada del Moncayo

Salimos. Le señalo la cima del monte, pelada, recibiendo los rayos solares, diciéndole que esa es la que vemos desde el huerto. El pequeñin reclama su comida. Se nos ha pasado el tiempo volando. Mientras mi nuera le da el pecho, nos hacemos unas fotos con las niñas y les entretenemos con unas patatas fritas. La mayor no quiere que nos vayamos. La convencemos con la promesa de volver otro día para comer allí. 

- Además, los papás estarán pronto en el huerto para comer todos juntos y querrán estar con vosotras.

Se quedan conformes y emprendemos el descenso abandonando el paraíso con destino a la canícula que nos espera. Al poco rato están otra vez dormidas


martes, 23 de agosto de 2011

Torre de Hércules

Han sido varias las ocasiones en que he visitado el faro más antiguo del mundo en funcionamiento, pero nunca hasta ahora había contemplado esta perspectiva de la torre. Por eso la traigo aquí, no me resisto a mostraros estas imágenes un tanto curiosas e impropias de finales del mes julio, que serían desechadas en cualquier reclamo publicitario.

A las diez de la mañana de un día gris, plomizo, montamos en el autobús para realizar una visita panorámica de la ciudad de A Coruña. Conforme avanzábamos por las calles un tanto solitarias nos fuimos dando cuenta de que poco había que ver. Estábamos recorriendo el paseo Marítimo y el mar lo intuíamos gracias a los esfuerzos abnegados de nuestra guía. En la glorieta situada al final de la avenida de Navarra, descendimos del autobús. Era hora de sacar a relucir nuestros paraguas. Un fino calabobos se había unido a nuestro grupo.

Caminando en la niebla
Avanzamos por la avenida peatonal que da acceso a la torre como los gorilas en la niebla. La lluvia había cesado. Falsa alarma. De la torre ni rastro. La niebla, color panza burra, nos impedía siquiera vislumbrar los contornos del faro. Hasta que nos nos situamos a pie mismo de la torre no pudimos admirar, aunque de forma difuminada esta magnífica obra de los comienzos de nuestra era.


A pie de torre

Un tanto decepcionados, pusimos al mal tiempo buena cara, y nos encaminamos a la plaza de María Pita y sus aledaños. En la Franja y calle Real degustamos una botellita de albariño para matar el "bicho" que contiene el marisco, además así el vino no cae muy hondo. Sustituimos el paseo turístico por el gastronómico. Al fin y al cabo era el primer día de nuestro viaje y la previsión era que el tiempo iba a cambiar. Así fue, en los días siguientes el tiempo fue mejorando.

Desde el parque de San Pedro

Días más tarde, desde la atalaya maravillosa del parque de San Pedro, pude resarcirme y sacar alguna instantánea que, aunque lejana, me situó la Torre de Hércules en su sitio, tal como yo la recordaba.

jueves, 18 de agosto de 2011

San Andrés de Teixido

Vienen a mi memoria de vez en cuando imágenes de las excursiones realizadas durante nuestro último viaje a Galicia. Una de las más vívidas es de la que ahora me ocupo.

Salimos de mañana de La Coruña y tras atravesar las rías de Betanzos y El Ferrol nos internamos en la Galicia profunda. Poco a poco los bosques de eucaliptos son sustituidos por la masa forestal autóctona compuesta de castaños, robles, hayas, pinos etc. La temperatura muy agradable a pesar de que el día nos salió gris, amenazante de lluvia.

A medida que la estrecha y sinuosa carretera nos acerca a nuestro destino, quedamos imbuidos por la magia del paisaje. No en vano nos acercábamos al lugar donde las leyendas del pueblo gallego tienen mayor arraigo. Ascendíamos entre la niebla y a cada recodo, por entre los castaños de la pendiente, imaginaba que en cualquier momento la "santa compaña"  iba a hacer acto de presencia mostrándonos la procesión errante de los espíritus de los fallecidos inesperadamente, antes de la hora en la que el destino tiene prevista su muerte.

Un lugar con encanto

La carretera desciende hacia las cercanías del mar.  Hemos llegado. Bajamos del autobús y allí está, emergiendo de un grupo de casitas, la ermita de San Andrés de Teixido.  Destaca, en el colorido de la ladera, la piedra sobre el enfoscado de fondo blanco, encalado. Sobre él la cubierta de pizarra. En la fachada un campanil a la izquierda de la nave, enfrente un cruceiro y una pequeña explanada con unas preciosas vistas de los acantilados.

Los acantilados

Antes hemos dejado atrás una serie de puestos de venta de todo tipo de objetos. Artesanía, souvenirs, útiles, exvotos, estampas del santo, figuritas de pan, "herba namoradeira", rosquillas, embutidos, miel... en fin, cualquier tipo de objeto que pueda interesar al turista o al peregrino. Mi mujer, como es habitual, adquiere el consiguiente dedal de porcelana para engrosar su colección.

El interior de la ermita, al que accedemos por una puerta lateral, está vacío. Un retablo barroco de 1624, profusamente abigarrado,  preside el presbiterio. En las paredes el blanco alterna con la piedra.

El retablo barroco 

Damos un paseo poniendo gran énfasis en no hacer daño a ningún bicho que nos salga al paso ya que puede tratarse de la reencarnación de alguna persona que durante su vida no visitó la ermita. Ya se sabe que "A San Andrés de Teixido vai de morto o que non foi de vivo".

Un rincón de nuestro paseo

Quizá alguna de las parejas que nos encontramos están haciendo cumplir con la romería a cualquier familiar fallecido que no lo hizo en vida, cuya tumba habrán visitado previamente para invitar a su espíritu a que les acompañe. Por supuesto, habrán llevado consigo la piedra que habrán depositado en uno de los milladoiros de la zona.

De vuelta, hacemos una parada en lo alto del acantilado Vixia de Herbeira, el segundo más alto de Europa, que desde sus 620 metros de altura nos muestra un maravilloso paisaje a nuestros pies. Quitamos unas fotos que más adelante nos harán recordar la fascinación de este lugar.

Hermosa vista desde el acantilado

Emprendemos el retorno recorriendo de nuevo la magnífica sierra de A Capelada habiendo cumplido con la obligación de visitar San Andrés de Teixido en vida, sin temor a que, cuando nos reencarnemos en otra vida en largartija o cualquier otro especimen, nos pise algún desaprensivo visitante. Naturalmente vamos provistos de la correspondiente varita de avellano con las hojas de texo. ¡Faltaría más!




domingo, 14 de agosto de 2011

Galbana


De un tiempo a esta parte la galbana se ha apoderado de mi cuerpo. No sé si es el calor, el cansancio, el dulce placer del relajo o la conjunción de todo ello. Siento la tentación de escribir algo pero me cuesta decidirme a mover mi dedo índice para presionar el interruptor que pone en funcionamiento este "aparatejo" y, abrumado por la pereza, desisto de inmediato cayendo nuevamente en la molicie. 

De vez en cuando (más bien de cuando en vez) alguna idea pugna por sobresalir de mi cacumen, mas rápidamente la desecho. Es posible que tenga saturada mi mente, o quizá mi neurona se encuentra todavía de vacaciones, perdida en la frondosidad de los bosques gallegos. 

Me he instalado en el huerto sin apenas pegar pique. Justo tratar los olivos y alguna que otra cosica más. Paso el tiempo con mis nietas y con mi nieto que, a sus cuatro meses, ha venido desde la lejana Cáceres a obsequiarme con su sonrisa recién estrenada.

Confío en la transitoriedad de esta situación. Mis miembros abandonarán esta flacidez, la neurona habrá vuelto de su viaje, las ideas fluirán como un  torrente, me inundará la facundia y plasmaré con entusiasmo lo que dé de sí mi intelecto.  Espero y deseo que no me suceda como en el parto de los montes: "nascetur ridículus mus" 

jueves, 4 de agosto de 2011

Escapada a Lugo

Nunca había estado en Lugo. Como teníamos una visita prevista a esa ciudad, partimos para disfrutar de ella durante unas horas. La mañana lucía espléndida. En ninguna de las ocasiones en que he recalado en Galicia la he visto tan verde como en este año. Las abundantes lluvias la han cubierto de una vegetación exuberante que alegra los sentidos.

El camino se nos hizo relativamente corto y muy ameno por culpa de nuestro guía que, en cuatro pinceladas acompañadas de jocosas anécdotas, nos dibujó el estereotipo del carácter gallego. 

En el mismo instante en que penetramos en la ciudad tomé conciencia de que Lugo, como Teruel, efectivamente existe. Unas magníficas murallas romanas encierran el casco histórico. Nada parecido a las que yo había visto hasta entonces, incluidas las de Ávila. Marchamos bordeando el perímetro amurallado y dejando atrás la puerta Miña o del Carmen, la más antigua, nos introdujimos por la puerta de Santiago o del postigo. A continuación ascendimos por unas escaleras para situarnos en el adarve.

Por el adarve

Una vez arriba, quedé gratamente sorprendido por el panorama que se contempla desde ese lugar.  Un ancho camino facilita el paseo por la parte superior de las murallas. Recorrimos un buen trecho observando minuciosamente las numerosas torres, los tejados de pizarra, la fortaleza del muro, las torres de la catedral, a la que nos fuimos acercando, y las calles, bulliciosas, varios metros por debajo de nuestros pies. 

Resto de una de las torres

Llegamos a una plaza en la que contemplamos la fachada principal de la catedral. Lo de contemplar es un decir. Se encuentra en obras y un enorme andamio cubría las torres. Descendimos de la muralla y nos dirigimos en pos de nuestro guía para realizar la visita catedralicia prevista. Nuevos andamios en el interior y los oficios religiosos impidieron que pudiéramos gozar del recorrido. Ni tan siquiera pudimos ver la efigie de la patrona de la ciudad que ostenta el curioso nombre de Nuestra Señora de los Ojos Grandes. 

Sí pudimos verificar con nuestros propios ojos, en la bonita puerta lateral que da a la plazuela donde se encuentra el palacio obispal, el motivo inspirador del best seller El código da Vinci. Constatamos que, esculpida en la piedra la representación de la última cena, el apóstol, cuya cabeza se reclina en el regazo de Jesús, carece de barba, tiene un juvenil rostro femenino y luce un destacado collar al cuello. Evidentemente el tema viene de lejos.

¿San Juan o María Magdalena?

A continuación dimos un breve paseo por las concurridas calles que albergan los restaurantes, bares de tapeo, pastelerías etc. Recalamos en uno de ellos, en la Rúa de la Cruz, y degustamos unas tapas y el exquisito pulpo a feira regado con una botellita de fresco Albariño.

Nos acercamos a la soleada Praza Maior donde está ubicado el ayuntamiento y desde allí volvimos a la puerta de Santiago donde nos estaba esperando nuestro autobús para regresar a la Coruña.

Detalle de las murallas

Una visita muy breve para disfrutar de una ciudad que bien merece la pena dedicarle algo más de tiempo. Me quedé con las ganas y no descarto recorrer sus calles en otra ocasión con mayor detenimiento.

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