Hacía varios días que se lo había prometido:
- Un día, tú, Nerea y los yayos subiremos al Moncayo
- Vale. Subiremos... y bajaremos... y subiremos otra vez.
Me lo dice, en su inocencia, como si de una escalera se tratase.
Llegó el día que creímos oportuno y un poquito tarde, con los niños siempre surgen inconvenientes, salimos hacia la sierra cercana. Nosotros en nuestro coche con las niñas, bien sujetas en sus respectivas silletas. Detrás el pequeñin con sus padres en el suyo. Previamente había quedado con mi hijo en que trataríamos de llegar a un lugar con algo de altura, aprovechando que la mañana estaba espléndida.
Al principio la mayor, Leyre, se entretiene contando los coches amarillos que nos cruzábamos.
- Mira yayo, un autobús amarillo. ¡Qué grande!
Nosotros le nombramos los pueblos que pasamos:
- Mira, este se llama Cascante. Este otro Tulebras. Ahora Monteagudo.
Leyre, con sus tres años no se entera gran cosa de lo que le decimos, pero está entretenida. Nerea, con el chupete en la boca, no dice nada.
- Yayo, ¿cuando llegamos?. Acabábamos de pasar Tarazona.
- Yayo, me canso. Justamente dejamos atrás Santa Cruz de Moncayo.
Me temo, le dije a mi mujer, que tendremos de finalizar al llegar al centro de interpretación. Seguimos ascendiendo por la carretera que nos lleva directamente hacia el monte.
Como hace ya un tiempo que no se le oye, mi mujer se gira y comprueba que están como dos marmotas. Se han quedado fritas.
Legamos al centro de interpretación y seguimos adelante. De vez en cuando miro por el espejo retrovisor. Mi hijo nos sigue a cierta distancia. La vegetación es propia ya de la sierra.
El arroyo |
La Fuente del tejo. Como siguen dormidas continúo. La pista juega en claroscuro. La curvas se suceden una tras otra en la pendiente. Por fín llegamos a un lugar conocido que me parece muy adecuado: la Fuente del sacristán.
Hay aparcamientos, una fuente, sombra abundante, unos pequeños arroyos y un refugio de montaña. Aparco el coche y junto al mío lo hace mi hijo. Las niñas ya se han despertado. Leyre, la mayor, con una sonrisa de oreja a oreja mira extasiada a su alrrededor.
- ¡Cuantos árboles!... ¡Qué grandes!... y flores amarillas... (el amarillo le priva).
Yo cojo a la mayor de la mano, Nerea va con mi mujer y del pequeño Javi se encargan sus padres. Dejando la carretera, bajamos a un claro del bosque. Tenemos que tener cuidado con las sobresalientes, nervudas raíces de los árboles. Hayas y pinos ocultan el sol. El agua de los arroyos serpentea entre los riscos serenándose en pozas y remansos. Leyre y yo nos metemos en el riachuelo. El agua que escasamente nos cubre los pies está helada. Caminamos con cuidado por entre las piedras del lecho. Cuando salimos es un alivio y recuperamos las extremidades inferiores. Mi nieta quiere volver a chapotear en el agua de nuevo.
Otro arroyo |
Entramos y salimos repetidamente, después, arrastrándome de la mano, me lleva hasta el refugio. Está oscuro como boca de lobo pero no tiene miedo. Está limpio y cuando nuestros ojos se acostumbran a la oscuridad vemos al fondo el hogar para el fuego y a los costados una bancada.
El refugio |
La cumbre pelada del Moncayo |
Salimos. Le señalo la cima del monte, pelada, recibiendo los rayos solares, diciéndole que esa es la que vemos desde el huerto. El pequeñin reclama su comida. Se nos ha pasado el tiempo volando. Mientras mi nuera le da el pecho, nos hacemos unas fotos con las niñas y les entretenemos con unas patatas fritas. La mayor no quiere que nos vayamos. La convencemos con la promesa de volver otro día para comer allí.
- Además, los papás estarán pronto en el huerto para comer todos juntos y querrán estar con vosotras.
Se quedan conformes y emprendemos el descenso abandonando el paraíso con destino a la canícula que nos espera. Al poco rato están otra vez dormidas