Días pasados, en una de mis salidas matinales, paseaba por el camino del bocal y al llegar a la altura de la Fuente de la Salud sentí la curiosidad de averiguar definitivamente, tras intentarlo en otras ocasiones infructuosamente, el estado actual de ese manantial, que en otro tiempo fue solaz de todos los tudelanos.
A él nos llevaban de excursión con la merienda a los niños de los colegios. En un promontorio berroqueño, a la sombra de los pinos, en una oquedad a la que se llegaba por una senda estrecha, surgía con fuerza a escasamente un metro de altura un gran chorro de agua que, discurriendo entre los ruejos, iba a desahogar en un riachuelo de agua cristalina que alimentaba el llamado molino de Caritat.
De buenas a primeras, una poderosa familia de agricultores que poseía allí unos terrenos decidió cercarlos y clausuró el acceso a ese idílico lugar de esparcimiento popular. Desconozco si estaba en su derecho o simplemente se lo arrogó. Lo cierto es que al pueblo de Tudela se le imposibilitó el goce de un paraje cautivador del que había venido disfrutando desde tiempos inveterados.
El río entrando en el Molino de Caritat |
Me acerqué hacia el arroyo. Una vieja cadena, arrumbada en el suelo entre dos pinos, pretendía impedir la entrada. Remonté la corriente por una estrecha senda unos cien metros hasta que me fue imposible seguir. Una maraña de vegetación exuberante y descuidada me obstruía el paso.
Por aquí no se puede pasar |
Y por aquí tampoco |
Por aquí sí. Así está el acceso |
Volví al camino circundando unos edificios abandonados y dejando atrás alguna casa de campo y más construcciones ruinosas, me metí en un barbecho. Por una valla desvencijada que ya no cumplía ninguna misión penetré para acercarme otra vez a la orilla del río. Husmeé dando vueltas por donde alcanzaba y por fin dí con el lugar en el que antiguamente estaba el alumbramiento.
Ahí está, ahí está |
A esto se ha visto reducida |
¡Que decepción! Nada se asemejaba a mis recuerdos. Ni chorro de agua, ni ésta fluyendo por los cantos, ni guijarros ni nada de nada. Había sido cegada y encauzada. Un aro de ladrillos de unos dos metros de diámetro, casi oculto por las espinosas bardas resecas, recibía el agua que llegaba a él a través de un tubo de cemento. Todo ello encuadrado en un ambiente de abandono, dejación y deterioro desalentadores.
Al otro lado de los pinos se encuentra la fuente |
Volví sobre mis pasos desmoralizado. Mis bellas evocaciones infantiles se vinieron abajo como un castillo de naipes. Ya no lucía tan hermoso ese balcón desde el que se dominan los campos de Lodares, Mosquera y El tamarigal, con el Ebro cercando sus límites y el telón de fondo de San Gregorio y las Bardenas.